(Paul Monzón).-Hacía un frío que helaba en Praga, capital de República Checa, uno de los destinos más visitados en Europa, cuando tras deambular por el casco antiguo y callejear por la ciudad, llego hasta un arco espectacular que da paso al Puente de Carlos, el más famoso y antiguo de Praga.
Considerado uno de los puentes más bellos de Europa, recibe su nombre en honor de su creador, el otrora rey de España, Carlos IV, quien pusiera la primera piedra en 1357 para sustituir al Puente de Judit, destruído por una inundación.
Cientos de turistas se inmortalizaban entre sus cimientos mientras yo me disponía a cruzarlo. No me gusta cruzar puentes por mi latente problema de acrofobia, pero el lugar es tan bonito y particular que no lo dudo un momento.
El puente tiene una extensión de más de 500 metros de largo y diez de ancho y atraviesa el río Moldava de la Ciudad Vieja a la Ciudad Pequeña.
Entre las 30 estatuas barrocas enclavadas a lo largo del mismo, se erige imponente una estatua del santo checo San Juan Nepomuceno, representado con un halo de cinco estrellas (las que había sobre el río la noche de su asesinato), con un perro a un lado y una mujer (la reina Sofía de Bavaria) al otro lado de la estatua.
La gente suele frotar ambas figuras, para pedir un deseo, pero dicen que solamente debe tocarse la figura del perro, que representa la fidelidad, si se quiere volver a Praga. Yo toqué -por instinto- al perro. Espero haber acertado. También pedí un deseo.